miércoles, 24 de septiembre de 2014

La tía Valeria

Hubo una tía nuestra, fiel como no lo ha sido ninguna otra mujer. Al menos eso cuentan todos los que la conocieron. Nunca se ha vuelto a ver en Puebla mujer más enamorada ni más solícita que la siempre radiante tía Valeria. Hacía la plaza en el mercado de la Victoria. Cuentan las viejas marchantas que hasta en el modo de escoger las verduras se le notaba la paz. Las tocaba despacio, sentía el brillo de sus cáscaras y las iba dejando caer en la báscula. Luego, mientras se las pesaban, echaba la cabeza para atrás y suspiraba, como quien termina de cumplir con un deber fascinante. Algunas de sus amigas la creían medio loca. No entendían cómo iba por la vida, tan encantada, hablando siempre bien de su marido. Decía que lo adoraba aun cuando estaban más solas, cuando conversaban como consigo mismas en un rincón de un jardín o en el atrio de una iglesia. Su marido era un hombre común y corriente, con sus imprescindibles ataques de mal humor, con su necesario desprecio por la comida del día, con su ingrata certidumbre de que la mejor hora para querer era la que a él se le antojaba, con sus euforias matutinas y sus ausencias nocturnas, con su perfecto discurso y su prudentísima distancia sobre lo que son y deben ser los hijos. Un marido como cualquiera. Por eso parecía inaudita la condición de perpetua enamorada que se desprendía de los ojos y la sonrisa de la tía Valeria. –¿Cómo le haces? –le preguntó un día su prima Gertrudis, famosa porque cada semana cambiaba de actividad dejando en todas la misma pasión desenfrenada que los grandes hombres gastan en una sola tarea. Gertrudis podía tejer cinco suéteres en tres días, emprenderla a caballo durante horas, hacer pasteles para todas las kermeses de caridad, tomar clase de pintura, bailar flamenco, contar ranchero, darles de comer a setenta invitados por domingo y enamorarse con toda obviedad de tres señores ajenos cada lunes. –¿Cómo le hago para qué? –preguntó apacible la tía Valeria. –Para no aburrirte nunca –dijo la prima Gertrudis, mientras ensartaba la aguja y emprendía el bordado de uno de los trescientos manteles de punto de cruz que les heredó a sus hijas–. A veces creo que tienes un amante secreto lleno de audacias. La tía Valeria se rio. Dicen que tenía una risa clara y desafiante con la que se ganaba muchas envidias. –Tengo uno cada anoche –contestó tras la risa. –Como si hubiera de donde sacarlos –dijo la prima Gertrudis, siguiendo hipnotizada el ir y venir de su aguja. –Hay –contestó la tía Valeria cruzando las suaves manos sobre su regazo. -¿En esta ciudad de cuatro gatos más vistos y apropiados? –dijo la prima Gertrudis haciendo un nudo. –En mi pura cabeza –afirmó la otra echándola hacia atrás en ese gesto tan suyo que hasta entonces la prima descubrió como algo más que un hábito raro. –Nada más cierras los ojos –dijo sin abrirlos– y haces de tu marido lo que más te apetezca: Pedro Armendáriz, Humphrey Bogart, Manolete o el gobernador, el marido de tu mejor amiga o el mejor amigo de tu marido, el marchante que vende las calabacitas o el millonario protector de un asilo de ancianos. A quien tú quieras, para quererlo de distinto modo. Y no te aburres nunca. El único riesgo es que al final se te noten las nubes en la cara. Pero eso es fácil evitarlo, porque las espantas con las manos y vuelves a besar a tu marido que seguro te quiere como si fueras Ninón Sevilla o Greta Garbo, María Victoria o la adolescente que florece en la casa de junto. Besas a tu marido y te levantas al mercado o a dejar a los niños en el colegio. Besas a tu marido, te acurrucas contra su cuerpo en las noches de peligro, y te dejas soñar… Dicen que así lo hizo siempre la tía Valeria y que por eso vivió a gusto muchos años. Lo cierto es que se murió mientras dormía con la cabeza hacia atrás y un autógrafo de Agustín Lara debajo de su almohada.

La tía Ofelia. Ángeles Mastretta

Hay gente con la que la vida se ensaña, gente que no tiene una mala racha sino una continua sucesión de tormentas. Casi siempre esa gente se vuelve lacrimosa. Cuando alguien la encuentra, se pone a contar sus desgracias, hasta que otra de sus desgracias acaba siendo que nadie quiere encontrársela. Esto último no le pasó nunca a la tía Ofelia, porque a la tía Ofelia la vida la cercó varias veces con su arbitrariedad y sus infortunios, pero ella jamás abrumó a nadie con la historia de sus pesares. Dicen que fueron muchos, pero ni siquiera se sabe cuántos, y menos las causas, porque ella se encargó de borrarlos cada mañana del recuerdo ajeno. Era una mujer de brazos fuertes y expresión juguetona, tenía una risa clara y contagiosa que supo soltar siempre en el momento adecuado. En cambio, nadie la vio llorar jamás. A veces le dolían el aire y la tierra que pisaba, el sol del amanecer, la cuenca de los ojos. Le dolían como un vértigo el recuerdo, y como la peor amenaza, el futuro. Despertaba a media noche con la certidumbre de que se partiría en dos, segura de que el dolor se la comería de golpe. Pero apenas había luz para todos, ella se levantaba, se ponía la risa, se acomodaba el brillo en las pestañas, y salía a encontrar a los demás como si los pesares la hicieran flotar. Nadie se atrevió a compadecerla nunca. Era tan extravagante su fortaleza, que la gente empezó a buscarla para pedirle ayuda. ¿Cuál era su secreto? ¿Quién amparaba sus aflicciones? ¿De dónde sacaba el talento que la mantenía erguida frente a las peores desgracias? Un día le contó su secreto a una mujer joven cuya pena parecía no tener remedio: –Hay muchas maneras de dividir a los seres humanos –le dijo–. Yo los divido entre los que se arrugan para arriba y los que se arrugan para abajo, y quiero pertenecer a los primeros. Quiero que mi cara de vieja no sea triste, quiero tener las arrugas de la risa y llevármelas conmigo al otro mundo. Quién sabe lo que habrá que enfrentar allá.

La tía Daniela. Ángeles Mastretta

La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: “Ese hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo. Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la Virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones. Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y de sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo doto de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer cien hombres. Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor. Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo capaz de entender qué había pasado. Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una pena larga como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno. Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le presto una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad en la frente y las entrañas. Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió a su termostato que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla. Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la noche en que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente, le puso un telegrama a su marido diciendo: ”Empieza a mejorar, ha llorado un segundo”. Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: “Te lo ruego, vámonos a casa”. Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos. –¡Está muerta!¬ –oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo. Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse de los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de su casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para otro. Su madre hizo el esfuerzo para creerlo y siguió el consejo de abandonarla en el quicio de la puerta de Catedral. La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambrienta y furiosa, como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia. Ahí fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y el estómago de aquella náufraga. Era una creatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva. Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido. La pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía la incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra. –¿Cómo dices que eran sus manos? –preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elidé volvía por otro lado. –¿Tenía ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes? –Chicos –le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días. –¿Chicos y turbios? – preguntó la tía Elidé. –Chicos y fieros –contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes. –Seguro era Leo, así son los Leo –decía su amiga sacando un libro de horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo–. De remate son mentirosos. Pero no tienes que quejarte, tú eres Tauro, son fuertes las mujeres de Tauro. –Mentiras sí que dijo –le contestó Daniela una tarde. –¿Cuáles? No se te vaya a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir. –No quiero humillarme. –El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse. –Me iluminaron –defendió la tía Daniela. –Se te nota iluminada –decía su amiga cuando llegaban a puntos así. Al tercer mes de hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta de cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con frutas, queso, pan, mantequilla y té. Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle. –Le gustaban las uvas –dijo la enferma. –Entiendo que lo extrañes. –Sí –dijo la enferma acercándose acercándose un racimo de uvas–. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los hombros y la cintura. –¿Cómo tenía? Ya sabes –dijo la amiga como si supiera desde siempre lo que la torturaba. –No te lo voy a decir –contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té, pan y mantequilla. –¿Rico? –le preguntó Elidé. –Sí –contestó la enferma empezando a ser ella. Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por fin de la trenza polvosa que no se había peinado en mucho tiempo. Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la habían hecho feliz y desgraciada. –Ya no quiero ni vengarme –le dijo una mañana a Elidé–. Estoy aburridísima del tema. –¿Cómo? No te pongas inteligente –dijo Elidé–. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón menguada. ¿Lo vas a convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y en la India, nos falta encontrarlo y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la Galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos de Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una imbécil y luego se fue? Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a perderse la India y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses. –Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo –le decía. –Llegó ayer –le contestó la tía Daniela un mediodía. –¿Cómo sabes? –Lo vi. Tocó en el balcón como antes. –¿Y qué sentiste? –Nada. –¿Y qué le contestaste? –Cerré. –¿Y ahora? –preguntó la terapista. –Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan. Y se fueron a Italia por la voz de Dante: “Piovverá dentro a l’alta fantasía”.

Parábola del trueque. Juan José Arreola

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos. Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros. Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la pár. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas. Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía. Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas»>. Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo. Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario. -¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos. No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra. Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas. Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana. Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de. la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero. Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales. Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos. -¡No me tengas lástima! Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas: -¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado! Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader. Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias. El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo. Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada. El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia. Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla. Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico. Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados. Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se llena de reflejos, como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

Un pacto con el diablo. Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido. -Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla? -Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo. -Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas? -Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma. -¿Siete nomás? -El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre. Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté: -En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más? -El diablo. -¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido. -El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió. -Entonces el diablo... -Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted. Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió: -Ya llegarás al séptimo año, ya. Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar: -Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez? El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme: -Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted? -Siendo así... -En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza. Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos: -Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto? -El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo. -¿Y si Daniel se arrepiente?... Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí: -Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces... -No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato. -Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta. -¿Qué dice usted? -Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme. -Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés. -Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir. A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones. -Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel. -Y sigo de su parte. Pero debe cumplir. -Usted, ¿cumpliría? No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada! Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos. Hice un esfuerzo y dije: -Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa. -Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto? -Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina. -¿Su alma? Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo: -¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película. No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos. -Usted, ¿es pobre? Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme: -Usted, ¿es muy pobre? -En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine. -Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece? -Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo. -Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes. -Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta. -Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra... -Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina... -Piense usted bien, hay algo que quizás olvida... Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña: -Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo... Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta: -A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes. Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma: -Aquí, en la cartera, llevo un documento que... Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma? Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja. "Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí: -Trato hecho. Sólo pongo una condición. El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado: -¿Qué condición? -Me gustaría ver el final de la película -contesté. -¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya. La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió: -Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo. Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía: -Necesito ver el final de la película. Después firmaré. -¿Me da usted su palabra? -Sí. Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos. En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias. Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso. Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó: -Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos? La mujer respondió lentamente: -Tu alma vale más que todo eso, Daniel... El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla. Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle. Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado. Paulina me esperaba. Echándome los brazos al cuello, me dijo: -Pareces agitado. -No, nada, es que... -¿No te ha gustado la película? -Sí, pero... Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche: -¿Es posible que te hayas dormido? Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté: -Es verdad, me he dormido. Y luego, en son de disculpa, añadí: -Tuve un sueño, y voy a contártelo. Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rio mucho. Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa. FIN

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos. Juan José Arreola

Estimable señor: Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle. En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.) Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente. Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante. Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos. Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas. Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran. Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines. También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir. Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted. Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora... Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas. Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar. A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado. Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos. Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos. Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio. Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos. Soy sinceramente su servidor. FIN