miércoles, 24 de septiembre de 2014

La tía Valeria

Hubo una tía nuestra, fiel como no lo ha sido ninguna otra mujer. Al menos eso cuentan todos los que la conocieron. Nunca se ha vuelto a ver en Puebla mujer más enamorada ni más solícita que la siempre radiante tía Valeria. Hacía la plaza en el mercado de la Victoria. Cuentan las viejas marchantas que hasta en el modo de escoger las verduras se le notaba la paz. Las tocaba despacio, sentía el brillo de sus cáscaras y las iba dejando caer en la báscula. Luego, mientras se las pesaban, echaba la cabeza para atrás y suspiraba, como quien termina de cumplir con un deber fascinante. Algunas de sus amigas la creían medio loca. No entendían cómo iba por la vida, tan encantada, hablando siempre bien de su marido. Decía que lo adoraba aun cuando estaban más solas, cuando conversaban como consigo mismas en un rincón de un jardín o en el atrio de una iglesia. Su marido era un hombre común y corriente, con sus imprescindibles ataques de mal humor, con su necesario desprecio por la comida del día, con su ingrata certidumbre de que la mejor hora para querer era la que a él se le antojaba, con sus euforias matutinas y sus ausencias nocturnas, con su perfecto discurso y su prudentísima distancia sobre lo que son y deben ser los hijos. Un marido como cualquiera. Por eso parecía inaudita la condición de perpetua enamorada que se desprendía de los ojos y la sonrisa de la tía Valeria. –¿Cómo le haces? –le preguntó un día su prima Gertrudis, famosa porque cada semana cambiaba de actividad dejando en todas la misma pasión desenfrenada que los grandes hombres gastan en una sola tarea. Gertrudis podía tejer cinco suéteres en tres días, emprenderla a caballo durante horas, hacer pasteles para todas las kermeses de caridad, tomar clase de pintura, bailar flamenco, contar ranchero, darles de comer a setenta invitados por domingo y enamorarse con toda obviedad de tres señores ajenos cada lunes. –¿Cómo le hago para qué? –preguntó apacible la tía Valeria. –Para no aburrirte nunca –dijo la prima Gertrudis, mientras ensartaba la aguja y emprendía el bordado de uno de los trescientos manteles de punto de cruz que les heredó a sus hijas–. A veces creo que tienes un amante secreto lleno de audacias. La tía Valeria se rio. Dicen que tenía una risa clara y desafiante con la que se ganaba muchas envidias. –Tengo uno cada anoche –contestó tras la risa. –Como si hubiera de donde sacarlos –dijo la prima Gertrudis, siguiendo hipnotizada el ir y venir de su aguja. –Hay –contestó la tía Valeria cruzando las suaves manos sobre su regazo. -¿En esta ciudad de cuatro gatos más vistos y apropiados? –dijo la prima Gertrudis haciendo un nudo. –En mi pura cabeza –afirmó la otra echándola hacia atrás en ese gesto tan suyo que hasta entonces la prima descubrió como algo más que un hábito raro. –Nada más cierras los ojos –dijo sin abrirlos– y haces de tu marido lo que más te apetezca: Pedro Armendáriz, Humphrey Bogart, Manolete o el gobernador, el marido de tu mejor amiga o el mejor amigo de tu marido, el marchante que vende las calabacitas o el millonario protector de un asilo de ancianos. A quien tú quieras, para quererlo de distinto modo. Y no te aburres nunca. El único riesgo es que al final se te noten las nubes en la cara. Pero eso es fácil evitarlo, porque las espantas con las manos y vuelves a besar a tu marido que seguro te quiere como si fueras Ninón Sevilla o Greta Garbo, María Victoria o la adolescente que florece en la casa de junto. Besas a tu marido y te levantas al mercado o a dejar a los niños en el colegio. Besas a tu marido, te acurrucas contra su cuerpo en las noches de peligro, y te dejas soñar… Dicen que así lo hizo siempre la tía Valeria y que por eso vivió a gusto muchos años. Lo cierto es que se murió mientras dormía con la cabeza hacia atrás y un autógrafo de Agustín Lara debajo de su almohada.

La tía Ofelia. Ángeles Mastretta

Hay gente con la que la vida se ensaña, gente que no tiene una mala racha sino una continua sucesión de tormentas. Casi siempre esa gente se vuelve lacrimosa. Cuando alguien la encuentra, se pone a contar sus desgracias, hasta que otra de sus desgracias acaba siendo que nadie quiere encontrársela. Esto último no le pasó nunca a la tía Ofelia, porque a la tía Ofelia la vida la cercó varias veces con su arbitrariedad y sus infortunios, pero ella jamás abrumó a nadie con la historia de sus pesares. Dicen que fueron muchos, pero ni siquiera se sabe cuántos, y menos las causas, porque ella se encargó de borrarlos cada mañana del recuerdo ajeno. Era una mujer de brazos fuertes y expresión juguetona, tenía una risa clara y contagiosa que supo soltar siempre en el momento adecuado. En cambio, nadie la vio llorar jamás. A veces le dolían el aire y la tierra que pisaba, el sol del amanecer, la cuenca de los ojos. Le dolían como un vértigo el recuerdo, y como la peor amenaza, el futuro. Despertaba a media noche con la certidumbre de que se partiría en dos, segura de que el dolor se la comería de golpe. Pero apenas había luz para todos, ella se levantaba, se ponía la risa, se acomodaba el brillo en las pestañas, y salía a encontrar a los demás como si los pesares la hicieran flotar. Nadie se atrevió a compadecerla nunca. Era tan extravagante su fortaleza, que la gente empezó a buscarla para pedirle ayuda. ¿Cuál era su secreto? ¿Quién amparaba sus aflicciones? ¿De dónde sacaba el talento que la mantenía erguida frente a las peores desgracias? Un día le contó su secreto a una mujer joven cuya pena parecía no tener remedio: –Hay muchas maneras de dividir a los seres humanos –le dijo–. Yo los divido entre los que se arrugan para arriba y los que se arrugan para abajo, y quiero pertenecer a los primeros. Quiero que mi cara de vieja no sea triste, quiero tener las arrugas de la risa y llevármelas conmigo al otro mundo. Quién sabe lo que habrá que enfrentar allá.

La tía Daniela. Ángeles Mastretta

La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: “Ese hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo. Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la Virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones. Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y de sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo doto de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer cien hombres. Lo quiso convencida de que Dios puede andar entre mortales, entregada hasta las uñas a los deseos y ocurrencias de un tipo que nunca llegó para quedarse y jamás entendió uno solo de todos los poemas que Daniela quiso leerle para explicar su amor. Un día, así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de la tía Daniela un solo atisbo capaz de entender qué había pasado. Hipnotizada por un dolor sin nombre ni destino se volvió la más tonta de las tontas. Perderlo fue una pena larga como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno. Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le presto una noche, la tía Daniela enterró las ganas de estar viva y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad en la frente y las entrañas. Se quedó casi ciega en tres meses, una joroba le creció en la espalda, y algo le sucedió a su termostato que a pesar de andar hasta en el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. La sacaban al aire como un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre llevaba las cosas intactas mientras ella seguía muda a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerla. Al principio la invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de ella volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se la llevó de viaje a España y la hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de ella más que una lágrima la noche en que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente, le puso un telegrama a su marido diciendo: ”Empieza a mejorar, ha llorado un segundo”. Se había vuelto un árbol seco, iba para donde la llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: “Te lo ruego, vámonos a casa”. Cuando volvieron, la tía Daniela apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos. –¡Está muerta!¬ –oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo. Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse de los otros, una pose de niña consentida que si de repente perdiera la tranquilidad de su casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para otro. Su madre hizo el esfuerzo para creerlo y siguió el consejo de abandonarla en el quicio de la puerta de Catedral. La dejaron ahí una noche con la esperanza de verla regresar al día siguiente, hambrienta y furiosa, como había sido alguna vez. A la tercera noche la recogieron de la puerta de Catedral con pulmonía y la llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia. Ahí fue a visitarla su amiga Elidé, una joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que la dejaran hacerse cargo del alma y el estómago de aquella náufraga. Era una creatura alegre y ávida. La oyeron opinar. Según ella el error en el tratamiento de su inteligente amiga estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos, para que no la mataran, para que la obligaran a seguir viva. Los padres oyeron hablar a la muchacha con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hija. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido. La pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía la incansable voz de Elidé hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra. –¿Cómo dices que eran sus manos? –preguntaba. Si la tía Daniela no le contestaba, Elidé volvía por otro lado. –¿Tenía ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes? –Chicos –le contestó la tía Daniela hablando por primera vez en treinta días. –¿Chicos y turbios? – preguntó la tía Elidé. –Chicos y fieros –contestó la tía Daniela y volvió a callarse otro mes. –Seguro era Leo, así son los Leo –decía su amiga sacando un libro de horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo–. De remate son mentirosos. Pero no tienes que quejarte, tú eres Tauro, son fuertes las mujeres de Tauro. –Mentiras sí que dijo –le contestó Daniela una tarde. –¿Cuáles? No se te vaya a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir. –No quiero humillarme. –El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse. –Me iluminaron –defendió la tía Daniela. –Se te nota iluminada –decía su amiga cuando llegaban a puntos así. Al tercer mes de hablar la hizo comer como Dios manda. Ni siquiera se dio cuenta de cómo fue. La llevó a una caminata por el jardín. Cargaba una cesta con frutas, queso, pan, mantequilla y té. Extendió un mantel sobre el pasto, sacó las cosas y siguió hablando mientras empezaba a comer sin ofrecerle. –Le gustaban las uvas –dijo la enferma. –Entiendo que lo extrañes. –Sí –dijo la enferma acercándose acercándose un racimo de uvas–. Besaba regio. Y tenía suave la piel de los hombros y la cintura. –¿Cómo tenía? Ya sabes –dijo la amiga como si supiera desde siempre lo que la torturaba. –No te lo voy a decir –contestó riéndose por primera vez en meses. Luego comió queso y té, pan y mantequilla. –¿Rico? –le preguntó Elidé. –Sí –contestó la enferma empezando a ser ella. Una noche bajaron a cenar. La tía Daniela con un vestido nuevo y el pelo brillante y limpio, libre por fin de la trenza polvosa que no se había peinado en mucho tiempo. Veinte días después ella y su amiga habían repasado los recuerdos de arriba para abajo hasta convertirlos en trivia. Todo lo que había tratado de olvidar la tía Daniela forzándose a no pensarlo, se le volvió indigno de recuerdo después de repetirlo muchas veces. Castigó su buen juicio oyéndose contar una tras otra las ciento veinte mil tonterías que la habían hecho feliz y desgraciada. –Ya no quiero ni vengarme –le dijo una mañana a Elidé–. Estoy aburridísima del tema. –¿Cómo? No te pongas inteligente –dijo Elidé–. Éste ha sido todo el tiempo un asunto de razón menguada. ¿Lo vas a convertir en algo lúcido? No lo eches a perder. Nos falta lo mejor. Nos falta buscar al hombre en Europa y África, en Sudamérica y en la India, nos falta encontrarlo y hacer un escándalo que justifique nuestros viajes. Nos falta conocer la Galería Pitti, ver Florencia, enamorarnos de Venecia, echar una moneda en la fuente de Trevi. ¿Nos vamos a perseguir a ese hombre que te enamoró como a una imbécil y luego se fue? Habían planeado viajar por el mundo en busca del culpable y eso de que la venganza ya no fuera trascendente en la cura de su amiga tenía devastada a Elidé. Iban a perderse la India y Marruecos, Bolivia y el Congo, Viena y sobre todo Italia. Nunca pensó que podría convertirla en un ser racional después de haberla visto paralizada y casi loca hacía cuatro meses. –Tenemos que ir a buscarlo. No te vuelvas inteligente antes de tiempo –le decía. –Llegó ayer –le contestó la tía Daniela un mediodía. –¿Cómo sabes? –Lo vi. Tocó en el balcón como antes. –¿Y qué sentiste? –Nada. –¿Y qué le contestaste? –Cerré. –¿Y ahora? –preguntó la terapista. –Ahora sí nos vamos a Italia: los ausentes siempre se equivocan. Y se fueron a Italia por la voz de Dante: “Piovverá dentro a l’alta fantasía”.